Protesta contra Transmilenio: una acción legítima

“…si la desobediencia civil parece amenazar la concordia cívica, la responsabilidad no recae en los que protestan, sino en aquellos cuyo abuso de poder y de autoridad justifica tal oposición, porque emplear el aparato coercitivo del Estado para mantener instituciones manifiestamente injustas es una forma de fuerza ilegítima a la que los hombres tienen derecho a resistir”

John Rawls. Teoría de la Justicia


Hemos sido testigos en las últimas semanas de graves problemas de corrupción y abuso de poder en Colombia. Difícil sería concluir cuál es el más grave de todos y reflexionar sobre cada uno de ellos. En este corto espacio queremos pensar únicamente uno: el de la protesta social en Transmilenio; la serie de desórdenes que han tenido lugar en varios portales y estaciones cuya magnitud hace imposible ignorar el fenómeno y las causas que lo han animado. En ambos casos las opiniones no solo han sido diversas, sino encontradas. Por supuesto, no es nuestra intensión mediar ni conciliar estas diferencias, sino asumir una postura y argumentar en su favor.

Puntualmente, abogamos por la protesta, por la desobediencia civil (utilizadas aquí como sinónimos), como un mecanismo democrático para manifestar inconformidad frente a medidas injustas que atentan contra la dignidad y la integridad de las personas.

El pasado 12 de febrero en la mañana los usuarios de Transmilenio decidieron manifestar su inconformidad con el bloqueo de las estaciones ubicadas en Soacha. El mal servicio y la inoperancia del sistema, no la acción de “agitadores profesionales” -como se ha dicho en más de una ocasión-, desencadenaron la protesta, aquel signo de que la paciencia de quienes usamos este medio de transporte ha llegado a su fin.

Como era de esperar, la reacción de la fuerza “pública” no tardó y con la excusa de “proteger” el derecho a la movilidad arremetió contra los manifestantes con la violencia propia de agentes entrenados, armados y acorazados. Es paradójico que bajo esta consigna se agreda a quienes, con toda razón y conocimiento de causa, reclaman un mejor trato, un servicio digno y, ante todo, ser escuchados. La protección estatal ha cobijado únicamente a la empresa y no a los usuarios. De ahí que sea punible no solo el ataque, sino todo tipo de inconformidad al sistema de transporte, mientras que los daños que causa a las personas quedan reducidos a simples quejas particulares o a problemas de “cultura ciudadana”. ¿En dónde queda el objetivo de la policía de proteger a los ciudadanos cuando criminaliza a los oprimidos?

Este es un primer aspecto de la discusión pública en torno a las protestas: si están o
no justificadas. Para ello, vamos a lo general. Pensemos en una sociedad que pretenda ser democrática, como, según nos dicen a diario, es la nuestra. Claro, esto no implica que creamos cándidamente que la pretensión es ya un hecho. No. Ingenuo sería suponer que en Colombia se respetan las condiciones mínimas de la democracia. Pero sus instituciones se edifican al menos en esa pretensión. Si no se acepta esto, todo el ejercicio político de este país se revelaría como un completo fraude, como una farsa de la más baja categoría. Para muchos puede que esta sea una realidad indudable, pero como la idea es dialogar con la institucionalidad, partimos de ese supuesto con la advertencia antes enunciada. En estos términos, ¿qué función cumple la protesta y la desobediencia civil en una sociedad justa? Desde una perspectiva política liberal, tal como la concibe Rawls, la desobediencia civil razonada y meditada no solo es legítima, sino que funciona como un elemento de regulación sobre las instituciones y un mecanismo de defensa frente a leyes injustas.

De acuerdo con este autor: “Al participar en la desobediencia civil, tratamos de apelar al sentido de justicia de la mayoría (…) Llamamos a los demás a que reconsideren, que se pongan en nuestro lugar y reconozcan que no pueden esperar que consintamos indefinidamente en los términos que ellos nos imponen”. La desobediencia civil es un arma contra la injusticia en una sociedad democrática (o que pretenda serlo). Insistimos en este punto para refutar la idea de que abogar por la protesta está ligado a la subversión violenta del orden establecido, a iniciativas comunistas o a la defensa de actos vandálicos. En verdad, es todo lo contrario, es una defensa de los principios de libertad e igualdad sobre los que descansa la Constitución colombiana. En este orden de ideas, deslegitimar la protesta es minar las bases constitucionales, es defender la injusticia y las posibilidades de denunciarla. Deslegitimar la protesta social es cerrar la posibilidad de un diálogo y, por consiguiente, incitar a la violencia.

El segundo punto de discusión tiene que ver con esa posibilidad de dialogar. Se ha dicho que las vías de hecho no son la solución, sino el diálogo, pero, ¿qué espacios efectivos se han abierto para este propósito? Cuando se inicia la protesta, ¿la actitud es el diálogo? Realmente no. La represión y la criminalización de las demandas sociales han sido las únicas respuestas.

El diálogo se trunca desde el momento en que se impide hablar al otro, cuando se cierran los espacios para ello y se lo trata como criminal. Se ha argumentado la presencia de “vándalos” que no están interesados en defender una idea, sino en destruir. Y es parcialmente cierto. Es insensato negar que hay agentes interesados en destruir, que se enfocan en la rapiña que deja “pescar en río revuelto”, como se dice, pero lo es aún más asumir que todos aquellos que protestan responden a esos intereses. Si se repudia la respuesta violenta de la gente, ¿cómo se puede reaccionar cuando la demanda de diálogo se responde con la violencia oficial? ¿Cómo tendrían que actuar entonces personas desarmadas ante cuerpos armados que no han sido entrenados precisamente para escuchar y mediar? Si la apuesta es la violencia, no se puede esperar una respuesta que no lo sea. Si el Esmad recurre a la fuerza bruta para disuadir a quienes buscan ser escuchados porque su voz ha sido ignorada, no pueden esperar que la respuesta a esa agresión sea enteramente pacífica. La policía también provoca la violencia y en una medida bastante grande. Si se acusa de daño al bien ajeno y desorden público, ¿cómo llamar al daño que genera la policía en la persona y en el bien de quienes protestan? No es posible permanecer impasible ante el espectáculo bochornoso de un conjunto de agentes armados arremetiendo contra los civiles -hombres y mujeres- desarmados y aislados. Claro, los policías también son ciudadanos y no merecen ser violentados, pero eso ya es un delito y tiene consecuencias penales, mas la violencia oficial se encubre y sus víctimas tienden a no visibilizarse.

Esta defensa de la desobediencia civil tiene por objeto mostrarla como un mecanismo democrático de denunciar la injusticia en un contexto como el nuestro en el que los canales de comunicación están cerrados de antemano. No es una justificación de la violencia sino una denuncia de la misma como dispositivo para reprimir demandas justas. Basta subirse a un articulado en las horas de la mañana para reconocer que lo que se pide es un poco de dignidad, arrebatada de las personas desde el momento en que se hace la fila para entrar. Tampoco es un ataque a las fuerzas estatales sino a su proceder irracional y a su uso autoritario.

La reflexión está enfocada en mostrar que si no hay voluntad democrática desde las instituciones, no se puede esperar que aquello que se revela como una farsa descarada e infame pueda mantenerse por más tiempo. Esta es una apuesta pública para establecer un diálogo cuya posibilidad puede no estar perdida todavía, pero también es una advertencia de que la paz no se construye sobre el supuesto de la inequidad y tampoco, por supuesto, de la mendicidad. Abogamos por la concepción de sujetos activos y trabajadores que puedan vivir con dignidad, no de mendigos del Estado. Y la protesta es, en este contexto, una voz completamente legítima que, bien entendida, no conduce hacia la violencia sino hacia la paz.

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