Por última vez

Por: Juan Manuel Ruiz – @jmruizmachado

Todos los días hacemos cosas por última vez en la vida y no nos damos cuenta, o no somos plenamente conscientes de ello. Visitamos un lugar, saludamos a una persona, cruzamos una calle, vemos una película, contemplamos un cuadro, pisamos una baldosa, decimos adiós, por última vez: la última vez que lo hacemos en lo que queda de nuestra vida.

El buen escritor Héctor Barnés lo planteó en una de sus columnas hace unas semanas y desde entonces he tratado de hacer memoria de los cientos de miles de cosas que he hecho por última vez en la vida. En realidad, su reflexión me llevó a entender de inmediato que muchas de esas cosas que hacemos por última vez también las hicimos o las hacemos por primera vez: como un destello, un relámpago, algo súbito que ocurre y desaparece en la memoria de nuestro propio tiempo.

Podrá decirse como Heráclito que nadie se baña dos veces en el mismo río y que, en consecuencia, todo, absolutamente todo, pasa por última vez. Lo que acabo de decir ya pasó, lo que acabo de pensar ya se fue, lo que acabo de escribir ya quedó escrito. Si no fuera por la escritura –y ahora por los audios y los videos—todo ya habría pasado y no habría quedado nada. ¿Cuántas cosas extraordinarias y maravillosas ocurrieron en la historia de la Humanidad y nunca quedó testimonio de su ocurrencia? Cuántos acontecimientos, cuántos milagros, cuántas atrocidades, cuántas cosas.

El mundo está lleno de últimas veces que se han convertido en acontecimientos únicos. La última cena, por ejemplo, uno de los momentos más dramáticos de la Cristiandad, representado miles de veces por la pintura, la literatura, el teatro y el cine. El último viaje –que fue el primero—del Titanic. El último libro impreso en la imprenta de Gutenberg, en Mainz; el último hombre que perdió la cabeza en la guillotina. La última vez que algo ocurre es sin duda un hecho muy importante en la vida de los hombres y de los pueblos.

No en vano es mítico el último deseo que les concedían a los presos condenados a muerte. Muchos de ellos pedían ese plato que tanto deseaban antes de pasar a la horca, la silla eléctrica o la inyección letal. Dicen que Miterrand pidió, poco antes de morir, uno de los platos prohibidos de la gastronomía mundial: el famoso hortolano al horno, un ave cantora, en vías de extinción, que se come con la cabeza tapada para «que Dios no lo observe».

También en nuestra historia personal muchas cosas han ocurrido por primera y última vez y nuestro propio torrente interior las arrojó hacia la cascada implacable de la cotidianidad y del olvido. Otras, maravillosas –nuestra primera vez en el mar, el primer día de colegio, el primer avión que conocimos—se quedaron como un recuerdo empolvado en lo más entrañable de nuestra nostalgia.

Hay cosas en nuestra vida que hicimos por última vez y sin embargo nos persiguen, en la tristeza, en la melancolía. Haber estado en un lugar singular que, tenemos certeza, nunca más volveremos a ver. Haber visto a alguien que nos deslumbró y saber que jamás, nunca jamás, la volveremos a ver. Haber leído ese epitafio en un mausoleo extraño que nos interpeló, y que aún así no volveremos a contemplar jamás. Haber acariciado esa piel fría, inerte, sentido su lento alejamiento de este mundo, para no volverlo a hacer jamás, jamás.PUBLICIDAD

A lo mejor el momento que más huella nos deja porque lo hacemos por última vez, por una última vez forzada por las circunstancias, tiene que ver con el adiós. Cuando aflora la evidencia de que algo o alguien no volverá más puede suceder en forma de palabra, de estrechón de manos o de abrazo, distante o cálido, o acentuado en una mirada, resignada y triste, a lo mejor llena de lágrimas. Ese instante para el adiós, esa última vez plena y consciente es la mayor expresión de dolor, superior incluso que el dolor físico, el que se inflige dentro del alma como un punzón ardiente.

¿Cuántos lugares, cuánta gente, nos hubiera gustado mantener para siempresin que se hubieran quedado en la historia de todas nuestras últimas veces? De vez en cuando la memoria, el sentimiento, nos traicionan y nos traen esos momentos de regreso. O nos atrapa el instinto de volver, de volver allí, a ese sitio o ese cuerpo, pero ya no será igual. Cortázar lo decía magistral y brevemente: nunca se regresa, el que vuelve es otro…

Y ahora que el tiempo empieza a correr, o mejor, ahora que comienza el segundo tiempo, me pregunto qué cosas que no he hecho me gustaría hacer por última vez y cuáles no; me gustaría creer que a los seres que amamos siempre los veremos una y otra vez y que nunca llegará esa última vez. Quizás ahí esté la clave para amarrar el presente y no dejarlo atrás, en hacer las cosas y decirlas como si fueran, en efecto, la última vez que las hacemos o las decimos, al borde del precipicio, con la mayor intensidad.

Vivir la vida como si estuviéramos viviendo el último día de nuestra vida. Qué poco lo tenemos claro cuando somos jóvenes y la vida nos sobra y solo tenemos futuro, ilusiones y esperanzas. O cuando sin importar la edad que tengamos creemos que todo lo que tenemos lo tendremos siempre o que todo lo que supuestamente somos lo seremos siempre. Que somos únicos, que no hay nadie como nosotros y eso será siempre así. Pero la fama, el reconocimiento, el poder, el dinero –incluso el amor- también suceden para todos, sin excepción, por última vez. Todo, absolutamente todo, pasará por última vez en cualquier momento.

Es la singularidad de la vida y la extraña marca de la existencia que se desenvuelve con el tiempo. Mientras más lo entendemos o lo aceptamos, más últimas veces vamos a tener para abarcar la inmensidad de la naturaleza, incluso de eso que llaman felicidad. Porque el hombre siempre está de paso; su huella siempre será la última. He ahí nuestra redención o nuestra condena.

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